Las manos de Víctor Jara gritan toda su rabia
Miramos al interior de nuestros
móviles como si fueran los portales oscuros de nuestra conciencia, tememos el
frío de su ausencia. Abandonamos al otro como si fuera una mascota no deseada.
No tenemos nada que decir, disimulamos encendiendo un cigarrillo. Nuestras
voces naufragan en el viento contaminado del otoño. Caemos siempre en los
silencios prolongados. Cabizbajos, no queremos ver nuestras cabezas colgadas de
los balcones. Volvemos a casa cansados, sin luz en los ojos. Sabemos que han
escrito nuestro epitafio en el B.O.E. Callamos, sepultamos nuestras
debilidades. Para seguir asustándonos, incluso, han robado la noche a las
tormentas.. En los labios nos cuelgan los reproches como un hilillo de baba.
Nuestras líneas rojas han sido borradas, la distancia entre
ellas se ha hundido. La vida ya no es para vivirla, sino para ser administrada
en su precariedad. Ya no hay descanso, todo es un torrente que nos arrastra. Si
lo abandonáramos caeríamos en la fosa de la muerte social. No es extraño que
hayamos inventado la añoranza de un Afuera adonde fugarnos cada fin de semana,
durante el cual intentamos arrancar al tiempo gotas de eternidad para poder
creer en algo. Pensamos que así
desconectamos de la corriente cotidiana que nosotros mismos alimentamos.
En vez de
llanto, a veces, derramamos lava por los ojos. Chocamos la frente contra
Poniente mientras aguardamos que caiga el frío sobre las manos como la
escarcha. No queda refugio ni dentro del pecho. Las únicas líneas rojas que nos
quedan son las trayectorias de las luces rojas de los coches.
Dirigimos la
mirada al horizonte como quien lanza un cuchillo, pero éste ya no está, alguien
lo ha robado. La línea del horizonte ha sido sustituida por una soga de la que
se colgarán los suicidas desahuciados. Estamos en guerra. Nos han fabricado un
futuro en que nos intentan incinerar. Hemos de quemarlo. Nos han impuesto una
realidad que no es más que un gran contubernio criminal. Algún tribunal
venidero debería condenar a sus componentes.
Inclinamos las
cabezas sobre nuestros futuros cadáveres. La muerte y las respuestas se nos
caen por las escaleras. No nos inquietamos al escuchar las sirenas de las
ambulancias. Nos creemos ya una ficha del depósito de cadáveres. No olvidamos,
sabemos que el olvido es la culata de una pistola descargada. Muchos descienden
con sus miradas a refugiarse en las sombras porque la noche es buena para
perder la memoria reciente. Volvemos a casa, sabemos que allí nos dan toda la
libertad que cabe en una caja de zapatos.
Unos pocos
acumulan riqueza, otros muchos acumulan miseria. En esos cúmulos desaparece la
dignidad. Casi nada significa ya nada, las palabras han sido arrancadas de las
cosas. Hemos de recuperarlas, de tomarlas en alta voz y así nuestras bocas
empezarán a ser las nuestras.
Cuando amanezca
el frío sus policías pondrán remedio en nuestras espaldas. Hasta la muerte
siente frío a la puerta de una vivienda recién requisada por banqueros
tramposos. Con nuestras bocas iniciamos sonrisas arruinadas para cantar como
canarios enrejados. Sentiremos el peso de nuestra voz en el aire cuando abramos
la puerta de la jaula. Nos arrancaremos la venda que nos pusieron en la
escuela. Veremos los muñones negros en que nos hemos convertido y gritaremos
como si nos arañáramos el cuerpo.
La alternativa
a todo esto es aún una nebulosa, pero es seguro que ha llegado la hora de no se
sabe aún qué, de una ruptura que ha empezado a anidar en nosotros.
Unos pocos han
hecho inexorable la arbitraria realidad económica. Ya no lo es ni el Destino,
ni Dios, ni siquiera el viejo Estado capitalista. Luchar contra esa realidad no
nos hará héroes, ni herejes, ni antisistemas pero el paso de los días sí nos
hará madurar porque lo único inexorable es el tiempo.
Nos
limpiaremos el cerumen de nuestras orejas para escuchar nítidamente como nos mienten, bajito, al
oído. Buscaremos las viejas verdades bajo las piedras. Recuperaremos el tiempo
que nace de la distancia que hay entre nosotros. Usaremos nuestro dolor como
arma para desalojarles del laberinto astillado que han construido con sus
políticas.
Nos están
haciendo la guerra, nos quieren prisioneros pero si nos rebelamos tratarán de
aniquilarnos, de arrastrarnos al rincón más oscuro de la galaxia, pero incluso
desde allí, algún día, puede escapárseles una noche en la que nos sintamos
libres. Con tan sólo la luz de la luna sobre nuestras espaldas no podrán vernos
cómo revolucionamos la economía, cómo rehabilitamos la democracia, cómo
cuidamos el entorno y los unos a los otros. Sí, la mente nos dice que esto no
es posible, duda que las cosas puedan ser muy diferentes de lo que la
experiencia nos ha enseñado, pero el corazón tiene corazonadas, no desdeña los
sueños, nos crea la necesidad de soluciones que excedan los límites de lo
actualmente posible, hace que lo posible se expanda como el universo.
En el Big Band
de esta guerra sucia aprendimos hacer signos dentro de las botellas de licor
que derraman en sus corbatas. Con ellos escribiremos una canción que transforme
las lágrimas en piedras que les lanzaremos para ahuyentar sus creencias y ver
así el feo desnudo de sus almas: una estructura muda, despojada de poder, que
no sabrá pedir perdón por tanta ambición desmedida y tanta sucia codicia. Es
preciso su muerte social para amarnos u odiarnos eternamente, pero, entonces,
serán antorchas apagadas, una y otra vez, por nuestros soplidos.
También Europa
es un escenario del miedo, no sólo tiene miedo al otro sino también a sí misma,
miedo al contagio, al afuera, al futuro. De nuevo levanta las viejas fronteras
internas, dibuja nuevas rayas rojas, decide lo que se puede pensar, lo que es o
no posible, impone la novedosa Teocracia de la Prima de Riesgo, pone los
límites en cualquier lugar y en cualquier instante, siembra el miedo cada metro
cuadrado del Sur para que penetre en los hogares, expulse a sus moradores y
esterilice sus mentes, crea un enemigo invisible, inatacable que dicta el ritmo
de los corazones de sus ciudadanos.
Hombres de
negro, memorandums, reformas, recortes, intervenciones, desahucios, represiones
crecientes. De nuevo nos envuelven en las banderas de las identidades para que
vayamos los unos contra los otros. Es el sálvese quien pueda.
En sus
cumbres, en sus cenas sólo hay ceniza sobre la mesa y heces debajo de ella. Se
transforman en culebras que se deslizan entre las ruinas de los hombres.
Formulan aforismos sobre desempleados e hipócritas oraciones sobre
desahuciados. Los caballeros de la Santa Banca se nutren de secuestros anónimos
como nuevos mafiosos que se rascan el vientre y las nalgas. Por si acaso,
también se masajean los pies de la huida a paraísos de pecados de los que nadie
debería nunca absolverles.
Les exigiremos
que pongan en pié las tumbas de los caídos por sus designios o los condenaremos
a lamer sus lápidas de por vida y de por muerte.
Sin duda
estamos siendo derrotados. No conseguimos preservar el llamado bienestar
social. Nos quedamos sólo con nuestro malestar. Si luchamos podemos perder,
pero sino lo hacemos estamos perdidos. No basta añorar lo perdido, ni siquiera
defenderlo en nuestros discursos, hay que poner el cuerpo, la voz. Los cuerpos
tienen la autenticidad del desempleo, del desahucio, incluso del hambre. En los
cuerpos se pueden tocar solidaridades concretas más allá de la abstracta
cooperación ciudadana. Las voces, más allá de su legitimidad, de su derecho,
con su calidez, pueden borrar los límites de lo que puedan pensar los que las
escuchan. Las voces pueden llegar a ponerse en resonancia, entonces allanarán
la llegada de la autoexigencia y el compromiso, nos pondrán en disposición de
escucharnos, de alimentarnos, de agrandarnos, de removernos por dentro, de
pedir que vengan todas las manos para agujerear este mundo, para sacudirlo,
para interrumpir ese zumbido molesto de un sentido común propiedad de otros, de
construir otro nuevo que no prometa un futuro mejor sino que ponga pasión en la
conquista de lo que es de todos.
Si quisiéramos
seríamos el presagio de nosotros mismos, desembalaríamos los excrementos que
llevamos en el culo y los pondríamos a sus pies para que huelan como perros
vagabundos. Saldríamos de las alcantarillas y nos transformaríamos en larvas
sobre sus cuerpos, pudriéndoles hasta que el tiempo diga basta. Entonces nos
sentaríamos a su mesa pues sabríamos que no nos mirarían a los ojos. Les
diríamos que somos el recuerdo que dieron por muerto. Buscaríamos los ojos
sobre sus manos para cerciorarnos que han visto a los hombres. Podríamos
respirar, sabríamos que son sólo carne en brazos de nadie.
Hoy en día
todo está digitalizado: los discursos, los textos, las relaciones laborales y
afectivas, la cultura, el arte... todo esta hecho de largas cadenas binarias.
Las creemos nuestras pero la verdad es que nos las han injertado para hacernos
cautivos. Ahora no sería necesario romper esas cadenas, bastaría con cambiar,
adecuadamente, de sitio los ceros para que su viejo sentido desapareciera y si
fuéramos hábiles, podríamos respirar profundamente a través de sus espacios en
blanco, dejar colgadas de los unos nuestras soledades , escaparnos por sus
agujeros y confluir en lugares de encuentro para permitirnos múltiples formas
de bien estar. Entonces, lo que soñáramos ya no sería un sueño sino un
despertar. Ellos no sabrían lo que estuviera sucediendo, el miedo cambiaría de
bando. Querrían controlar las calles pero entonces habrían perdido ya la
ciudad.
Despertar es
un gesto eterno que hemos olvidado. Vaga por las calles como el rostro de
nadie. Surgen cabezas entre los adoquines. Los cascos de los antidisturbios
entristecen la calle con el veneno de sus risitas tras la visera. La calle
quedará cercada entre sus negros uniformes pero la ciudad habrá escapado ya. No
podrán caer sobre nadie. Se sentirán, entonces, carne helada de sicario, se
desprenderán de sus gestos como si fueran vestimentas. Sólo las cucarachas
quedarán circulando entre la noche y la locura. Habremos despertado para
siempre frente a sus ojos.
Querrán
derogar por decreto la estirpe de los sueños. Se negarán a aliviar la piel del
oprimido. Seguirán sembrando injusticias. Seguirán recortando las ayudas
sociales porque no cotizan en bolsa. Darán la callada por respuesta cuando les
formulemos preguntas. Pondrán en marcha medidas devastadoras que pregonarán
insolentes. Perseguirán amaneceres para precipitarlos hacia los crepúsculos.
Crearán cárceles inmensas para las quimeras prohibidas. Reirán ávidamente con
sus bolsillos felices. Insistirán en sus imposturas escondiéndose detrás de su
muro de mentiras. Conducirán, desdeñosamente, a sus ciudadanos hacia el
quebranto. Se mirarán en sus espejos mientras que los cristales ajenos sangran.
Regalarán mansedumbres. Nos intentarán cercar manejando las bridas del tiempo.
Se llevarán en los bolsillos nuestras vidas. Decretarán autopistas exclusivas
para el dinero.
Hemos de
desenterrar las manos de Víctor Jara que ya no lloran por su guitarra, ahora
gritan con toda su rabia. Hemos de mirar firmemente a los ojos de la miseria.
Hemos de alimentar la esperanza colectiva cogidos de la mano. Hemos de mostrar
orgullosos las marcas de las cicatrices de la ira. Hemos de secar al aire los
ojos inflamados de llanto. Hemos de tatuarnos un poema hasta que la piel mude.
Hemos de gritar fuerte hasta hundir la voz mil metros hacia el alma. Hemos de
dejar de indignarnos, ahora debemos dignificarnos. Hemos de poner entre rejas a
nuestra indiferencia. Hemos de endurecer la mirada para perder el miedo al
miedo. Hemos de prender fuego a nuestra alma. Hemos de limpiar la vergüenza que
ensucia el cielo de la solidaridad. Hemos de vomitar al mundo nuestro gesto
para que lo memoricen. Hemos de conseguir que navegar por este caos sea una
forma de aprendizaje. Hemos de crecer desde dentro como un grito. Hemos de
persistir en la acción hasta que la tierra entera se movilice. Hemos de
conseguir que nuestra amargura cure las llagas. Hemos de rescatar el brillo
residual que luce en la penumbra de los ojos. Hemos de arrancarnos las
cataratas con las uñas para verlo todo más claro. Hemos de borrar los caminos
que nos han obligado a transitar. Hemos de arrancar los viejos gritos que
descansan en las piedras. Hemos de aprender a caminar por el lomo de la
pobreza. Hemos de evitar que el país se quede varado en la ruta del tiempo.
Hemos de podar todos los días las ramas podridas del pensamiento. Hemos de
hacer una huelga que nazca de cada cuerpo. Hemos de paralizar los relojes para
que se haga el silencio y escuchemos nuestros sueños.
Dejemos que
su luna se marchite encima de nuestra noche.
Juan Antonio Román
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