15 de noviembre de 2012

Se llevarán en los bolsillos nuestras vidas ...


Las manos de Víctor Jara gritan toda su rabia


            Muchos creemos que un mundo mejor es posible, pero eso no basta, hemos de hacerlo probable. Un fraude descomunal invade nuestras vidas, hemos de autoexpulsarnos de este viejo mundo hacia un nuevo paradigma aunque hayamos  caído en la trampa del miedo. El miedo es la herramienta más eficaz para los gobiernos indignos. El miedo impide reaccionar, es más fuerte que el altruismo, que la solidaridad, que el amor, propicia la separación en lugar de la vinculación.

Miramos al interior de nuestros móviles como si fueran los portales oscuros de nuestra conciencia, tememos el frío de su ausencia. Abandonamos al otro como si fuera una mascota no deseada. No tenemos nada que decir, disimulamos encendiendo un cigarrillo. Nuestras voces naufragan en el viento contaminado del otoño. Caemos siempre en los silencios prolongados. Cabizbajos, no queremos ver nuestras cabezas colgadas de los balcones. Volvemos a casa cansados, sin luz en los ojos. Sabemos que han escrito nuestro epitafio en el B.O.E. Callamos, sepultamos nuestras debilidades. Para seguir asustándonos, incluso, han robado la noche a las tormentas.. En los labios nos cuelgan los reproches como un hilillo de baba.

Nuestras  líneas rojas han sido borradas, la distancia entre ellas se ha hundido. La vida ya no es para vivirla, sino para ser administrada en su precariedad. Ya no hay descanso, todo es un torrente que nos arrastra. Si lo abandonáramos caeríamos en la fosa de la muerte social. No es extraño que hayamos inventado la añoranza de un Afuera adonde fugarnos cada fin de semana, durante el cual intentamos arrancar al tiempo gotas de eternidad para poder creer en algo. Pensamos  que así desconectamos de la corriente cotidiana que nosotros mismos alimentamos.

En vez de llanto, a veces, derramamos lava por los ojos. Chocamos la frente contra Poniente mientras aguardamos que caiga el frío sobre las manos como la escarcha. No queda refugio ni dentro del pecho. Las únicas líneas rojas que nos quedan son las trayectorias de las luces rojas de los coches.

Dirigimos la mirada al horizonte como quien lanza un cuchillo, pero éste ya no está, alguien lo ha robado. La línea del horizonte ha sido sustituida por una soga de la que se colgarán los suicidas desahuciados. Estamos en guerra. Nos han fabricado un futuro en que nos intentan incinerar. Hemos de quemarlo. Nos han impuesto una realidad que no es más que un gran contubernio criminal. Algún tribunal venidero debería condenar a sus componentes.

Inclinamos las cabezas sobre nuestros futuros cadáveres. La muerte y las respuestas se nos caen por las escaleras. No nos inquietamos al escuchar las sirenas de las ambulancias. Nos creemos ya una ficha del depósito de cadáveres. No olvidamos, sabemos que el olvido es la culata de una pistola descargada. Muchos descienden con sus miradas a refugiarse en las sombras porque la noche es buena para perder la memoria reciente. Volvemos a casa, sabemos que allí nos dan toda la libertad que cabe en una caja de zapatos.

Unos pocos acumulan riqueza, otros muchos acumulan miseria. En esos cúmulos desaparece la dignidad. Casi nada significa ya nada, las palabras han sido arrancadas de las cosas. Hemos de recuperarlas, de tomarlas en alta voz y así nuestras bocas empezarán a ser las nuestras.

Cuando amanezca el frío sus policías pondrán remedio en nuestras espaldas. Hasta la muerte siente frío a la puerta de una vivienda recién requisada por banqueros tramposos. Con nuestras bocas iniciamos sonrisas arruinadas para cantar como canarios enrejados. Sentiremos el peso de nuestra voz en el aire cuando abramos la puerta de la jaula. Nos arrancaremos la venda que nos pusieron en la escuela. Veremos los muñones negros en que nos hemos convertido y gritaremos como si nos arañáramos el cuerpo.

La alternativa a todo esto es aún una nebulosa, pero es seguro que ha llegado la hora de no se sabe aún qué, de una ruptura que ha empezado a anidar en nosotros.

Unos pocos han hecho inexorable la arbitraria realidad económica. Ya no lo es ni el Destino, ni Dios, ni siquiera el viejo Estado capitalista. Luchar contra esa realidad no nos hará héroes, ni herejes, ni antisistemas pero el paso de los días sí nos hará madurar porque lo único inexorable es el tiempo.

Nos limpiaremos el cerumen de nuestras orejas para escuchar  nítidamente como nos mienten, bajito, al oído. Buscaremos las viejas verdades bajo las piedras. Recuperaremos el tiempo que nace de la distancia que hay entre nosotros. Usaremos nuestro dolor como arma para desalojarles del laberinto astillado que han construido con sus políticas.

Nos están haciendo la guerra, nos quieren prisioneros pero si nos rebelamos tratarán de aniquilarnos, de arrastrarnos al rincón más oscuro de la galaxia, pero incluso desde allí, algún día, puede escapárseles una noche en la que nos sintamos libres. Con tan sólo la luz de la luna sobre nuestras espaldas no podrán vernos cómo revolucionamos la economía, cómo rehabilitamos la democracia, cómo cuidamos el entorno y los unos a los otros. Sí, la mente nos dice que esto no es posible, duda que las cosas puedan ser muy diferentes de lo que la experiencia nos ha enseñado, pero el corazón tiene corazonadas, no desdeña los sueños, nos crea la necesidad de soluciones que excedan los límites de lo actualmente posible, hace que lo posible se expanda como el universo.

En el Big Band de esta guerra sucia aprendimos hacer signos dentro de las botellas de licor que derraman en sus corbatas. Con ellos escribiremos una canción que transforme las lágrimas en piedras que les lanzaremos para ahuyentar sus creencias y ver así el feo desnudo de sus almas: una estructura muda, despojada de poder, que no sabrá pedir perdón por tanta ambición desmedida y tanta sucia codicia. Es preciso su muerte social para amarnos u odiarnos eternamente, pero, entonces, serán antorchas apagadas, una y otra vez, por nuestros soplidos.

También Europa es un escenario del miedo, no sólo tiene miedo al otro sino también a sí misma, miedo al contagio, al afuera, al futuro. De nuevo levanta las viejas fronteras internas, dibuja nuevas rayas rojas, decide lo que se puede pensar, lo que es o no posible, impone la novedosa Teocracia de la Prima de Riesgo, pone los límites en cualquier lugar y en cualquier instante, siembra el miedo cada metro cuadrado del Sur para que penetre en los hogares, expulse a sus moradores y esterilice sus mentes, crea un enemigo invisible, inatacable que dicta el ritmo de los corazones de sus ciudadanos.

Hombres de negro, memorandums, reformas, recortes, intervenciones, desahucios, represiones crecientes. De nuevo nos envuelven en las banderas de las identidades para que vayamos los unos contra los otros. Es el sálvese quien pueda.

En sus cumbres, en sus cenas sólo hay ceniza sobre la mesa y heces debajo de ella. Se transforman en culebras que se deslizan entre las ruinas de los hombres. Formulan aforismos sobre desempleados e hipócritas oraciones sobre desahuciados. Los caballeros de la Santa Banca se nutren de secuestros anónimos como nuevos mafiosos que se rascan el vientre y las nalgas. Por si acaso, también se masajean los pies de la huida a paraísos de pecados de los que nadie debería nunca absolverles.

Les exigiremos que pongan en pié las tumbas de los caídos por sus designios o los condenaremos a lamer sus lápidas de por vida y de por muerte.

Sin duda estamos siendo derrotados. No conseguimos preservar el llamado bienestar social. Nos quedamos sólo con nuestro malestar. Si luchamos podemos perder, pero sino lo hacemos estamos perdidos. No basta añorar lo perdido, ni siquiera defenderlo en nuestros discursos, hay que poner el cuerpo, la voz. Los cuerpos tienen la autenticidad del desempleo, del desahucio, incluso del hambre. En los cuerpos se pueden tocar solidaridades concretas más allá de la abstracta cooperación ciudadana. Las voces, más allá de su legitimidad, de su derecho, con su calidez, pueden borrar los límites de lo que puedan pensar los que las escuchan. Las voces pueden llegar a ponerse en resonancia, entonces allanarán la llegada de la autoexigencia y el compromiso, nos pondrán en disposición de escucharnos, de alimentarnos, de agrandarnos, de removernos por dentro, de pedir que vengan todas las manos para agujerear este mundo, para sacudirlo, para interrumpir ese zumbido molesto de un sentido común propiedad de otros, de construir otro nuevo que no prometa un futuro mejor sino que ponga pasión en la conquista de lo que es de todos.

Si quisiéramos seríamos el presagio de nosotros mismos, desembalaríamos los excrementos que llevamos en el culo y los pondríamos a sus pies para que huelan como perros vagabundos. Saldríamos de las alcantarillas y nos transformaríamos en larvas sobre sus cuerpos, pudriéndoles hasta que el tiempo diga basta. Entonces nos sentaríamos a su mesa pues sabríamos que no nos mirarían a los ojos. Les diríamos que somos el recuerdo que dieron por muerto. Buscaríamos los ojos sobre sus manos para cerciorarnos que han visto a los hombres. Podríamos respirar, sabríamos que son sólo carne en brazos de nadie.

Hoy en día todo está digitalizado: los discursos, los textos, las relaciones laborales y afectivas, la cultura, el arte... todo esta hecho de largas cadenas binarias. Las creemos nuestras pero la verdad es que nos las han injertado para hacernos cautivos. Ahora no sería necesario romper esas cadenas, bastaría con cambiar, adecuadamente, de sitio los ceros para que su viejo sentido desapareciera y si fuéramos hábiles, podríamos respirar profundamente a través de sus espacios en blanco, dejar colgadas de los unos nuestras soledades , escaparnos por sus agujeros y confluir en lugares de encuentro para permitirnos múltiples formas de bien estar. Entonces, lo que soñáramos ya no sería un sueño sino un despertar. Ellos no sabrían lo que estuviera sucediendo, el miedo cambiaría de bando. Querrían controlar las calles pero entonces habrían perdido ya la ciudad.

Despertar es un gesto eterno que hemos olvidado. Vaga por las calles como el rostro de nadie. Surgen cabezas entre los adoquines. Los cascos de los antidisturbios entristecen la calle con el veneno de sus risitas tras la visera. La calle quedará cercada entre sus negros uniformes pero la ciudad habrá escapado ya. No podrán caer sobre nadie. Se sentirán, entonces, carne helada de sicario, se desprenderán de sus gestos como si fueran vestimentas. Sólo las cucarachas quedarán circulando entre la noche y la locura. Habremos despertado para siempre frente a sus ojos.

Querrán derogar por decreto la estirpe de los sueños. Se negarán a aliviar la piel del oprimido. Seguirán sembrando injusticias. Seguirán recortando las ayudas sociales porque no cotizan en bolsa. Darán la callada por respuesta cuando les formulemos preguntas. Pondrán en marcha medidas devastadoras que pregonarán insolentes. Perseguirán amaneceres para precipitarlos hacia los crepúsculos. Crearán cárceles inmensas para las quimeras prohibidas. Reirán ávidamente con sus bolsillos felices. Insistirán en sus imposturas escondiéndose detrás de su muro de mentiras. Conducirán, desdeñosamente, a sus ciudadanos hacia el quebranto. Se mirarán en sus espejos mientras que los cristales ajenos sangran. Regalarán mansedumbres. Nos intentarán cercar manejando las bridas del tiempo. Se llevarán en los bolsillos nuestras vidas. Decretarán autopistas exclusivas para el dinero.

Hemos de desenterrar las manos de Víctor Jara que ya no lloran por su guitarra, ahora gritan con toda su rabia. Hemos de mirar firmemente a los ojos de la miseria. Hemos de alimentar la esperanza colectiva cogidos de la mano. Hemos de mostrar orgullosos las marcas de las cicatrices de la ira. Hemos de secar al aire los ojos inflamados de llanto. Hemos de tatuarnos un poema hasta que la piel mude. Hemos de gritar fuerte hasta hundir la voz mil metros hacia el alma. Hemos de dejar de indignarnos, ahora debemos dignificarnos. Hemos de poner entre rejas a nuestra indiferencia. Hemos de endurecer la mirada para perder el miedo al miedo. Hemos de prender fuego a nuestra alma. Hemos de limpiar la vergüenza que ensucia el cielo de la solidaridad. Hemos de vomitar al mundo nuestro gesto para que lo memoricen. Hemos de conseguir que navegar por este caos sea una forma de aprendizaje. Hemos de crecer desde dentro como un grito. Hemos de persistir en la acción hasta que la tierra entera se movilice. Hemos de conseguir que nuestra amargura cure las llagas. Hemos de rescatar el brillo residual que luce en la penumbra de los ojos. Hemos de arrancarnos las cataratas con las uñas para verlo todo más claro. Hemos de borrar los caminos que nos han obligado a transitar. Hemos de arrancar los viejos gritos que descansan en las piedras. Hemos de aprender a caminar por el lomo de la pobreza. Hemos de evitar que el país se quede varado en la ruta del tiempo. Hemos de podar todos los días las ramas podridas del pensamiento. Hemos de hacer una huelga que nazca de cada cuerpo. Hemos de paralizar los relojes para que se haga el silencio y escuchemos nuestros sueños.

Dejemos que su luna se marchite encima de nuestra noche.
 
Juan Antonio Román

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